Economía Ilustrada: Renovación Agrícola, Manufacturas y Libre Comercio

Durante la última mitad del siglo XVII, la economía de España había cambiado de forma trascendental, iniciándose en estos años, un modelo que se prolongará hasta el siglo XX y que se caracteriza por el empuje de las zonas periféricas del país frente a la anterior hegemonía castellana. Hacia 1700 se empiezan a marcar unas diferencias entre las distintas áreas territoriales que explicarán el recorrido económico del país en el futuro.4

Tras finalizar la Guerra de Sucesión Española, Felipe V se enfrentó a la ruinosa situación económica y financiera del Estado, luchando contra la corrupción y estableciendo nuevos impuestos para hacer más equitativa la carga fiscal. La llegada de la dinastía borbónica impuso una profunda renovación de la administración hacendística con la creación de la Secretaría de Hacienda, que desplazó al correspondiente Consejo.

A través de los Decretos de Nueva Planta, (Decreto de 1707 para Aragón y Valencia, de 1715 para Mallorca y de 1716 para Cataluña) se logró racionalizar la organización fiscal de la Corona de Aragón, se fracasó sin embargo al intentar imponer la misma organización en Castilla, pues el proyecto de Única Contribución, aprobado en 1749, no sobrevivió a su promotor, el marqués de la Ensenada. Se eliminaron las aduanas entre Castilla y el Reino de Aragón, con lo que desaparecía un obstáculo importante para la creación de un mercado único, también desaparecieron los controles a determinados precios, fundamentalmente el trigo (año 1765).

Desde el punto de vista de los ingresos públicos, destaca el crecimiento de los ingresos provenientes de América y el volumen de deuda pública sufrió una progresiva reducción que la transformó en una masa de escasa importancia.

La industria textil catalana del setecientos merece una atención singular por la magnitud de su desarrollo, por el destacado papel que este tuvo en la posterior industrialización de dicha región, que fue pionera en España y el indiscutible liderazgo que el Principado ejerció en la industrialización de los subsectores algodonero y lanero españoles.

Durante el reinado del rey Carlos III se fundaron una serie de industrias de manufacturas de lujo, la de porcelanas del Retiro, la Real Fábrica de Tapices, la Platería Martínez y la real fábrica de cristales, se liberalizó parcialmente el comercio exterior, y desde 1778 totalmente el de América, suprimiendo la Casa de Contratación, permitiendo la creación de compañías internacionales, según la tradición de Holanda y Francia y se abrieron nuevos puertos en la península y América para el comercio.

Agricultura en el siglo XVIII

La agricultura continuaba siendo la principal actividad económica —la población rural integrada por labradores y por quienes simultaneaban otras actividades con el cultivo de la tierra suponía cerca del 90% del total—. En el siglo XVIII la agricultura experimentó un cierto crecimiento gracias a la introducción de algunas mejoras de tipo técnico o a la introducción de nuevos cultivos, como el maíz o la patata, pero sobre todo se basó en la ampliación de la superficie cultivada, lo que supuso poner en cultivo tierras marginales con rendimientos decrecientes, y no en la introducción de mejoras técnicas que incrementasen los rendimientos medios por unidad de superficie sembrada —de hecho a lo largo del setecientos no aumentaron—. Por eso a la larga la producción tendió a disminuir frente a una población que seguía aumentando lo que provocó carestías y crisis de subsistencias. Sólo en algunas «provincias», como Valencia y Cataluña, se produjeron notables ensayos de renovación agrícola, ligados sobre todo al desarrollo de los cultivos arbustivos como la vid.​ Asimismo en Galicia y en el Cantábrico la introducción del maíz, primero, y de la patata, después, supusieron un aumento de la productividad agraria.

Las razones del atraso agrario fueron denunciadas por muchos ilustrados pero los gobiernos reformistas no se atrevieron a poner en práctica las medidas necesarias para corregirlas porque habrían supuesto poner en cuestión el propio Antiguo Régimen —la larga discusión sobre la «Ley Agraria» que duró más de veinte años y que no se concretó finalmente en ninguna medida legislativa, es buena prueba de ello—.

Cultivar la tierra dista mucho todavía de la perfección a que puede ser tan fácilmente conducida. ¿Qué nación hay que, para afrenta de su sabiduría y opulencia, y en medio de lo que han adelantado las artes de lujo y de placer, no presente muchos testimonios del atraso de una profesión tan esencial y necesaria? ¿Qué nación hay en que no se vean muchos terrenos o del todo incultos o muy imperfectamente cultivados; muchos que por falta de riego, de desagüe o de desmonte, estén condenados a perpetua esterilidad; muchos perdidos para el fruto a que los llama la Naturaleza y destinados a dañosas o inútiles producciones, con desperdicio del tiempo y del trabajo? ¿Qué nación hay que no tenga mucho que mejorar en los instrumentos, mucho que adelantar en los métodos, mucho que corregir en las labores y operaciones rústicas de su cultiva?. En una palabra: ¿Qué nación hay que la primera de las artes no sea la más atrasada de todas?». G. M. Jovellanos, Informe del Expediente de Ley Agraria, 1794

Las razones principales que explicarían el «bloqueo agrario» español​ fueron las siguientes:

  • que buena parte de las tierras cultivadas estuvieran «vinculadas» —mayorazgos de la nobleza— o «amortizadas» por las «manos muertas» —fundamentalmente las instituciones eclesiásticas y los ayuntamientos— las situaba fuera del mercado de la tierra y de esa forma personas emprendedoras, que las hubieran comprado para obtener de ellas más rendimientos, no podían hacerlo, y las tierras que sí que estaban a la venta —al no estar ni «vinculadas» ni «amortizadas»— tenían, por esa misma causa, un precio excesivamente alto.
  • que las rentas que producía la actividad agraria no se reinvertían en el campo sino que estaban destinadas en su mayoría a sufragar los enormes gastos de la nobleza y el clero, gracias a que estos dos estamentos privilegiadoseran los que detentaban la «propiedad» de alrededor del 60% de las tierras, y gracias a otros mecanismos de apropiación del excedente agrario, como los diezmos en el caso de la Iglesia o los «derechos jurisdiccionales» en el caso de la nobleza.
  • que el excedente agrario que quedaba en manos del cultivador directo era escaso lo que impedía que éste introdujera mejoras que pudieran aumentar los rendimientos. Esto era especialmente evidente en el caso, muy extendido, de los arrendamientos a corto plazo, ya que cada renovación —cada seis años, generalmente— suponía, casi invariablemente, el aumento de la renta que se debía pagar al propietario. Sólo los arrendamientos a largo plazo incentivarían al cultivador directo a innovar.

En cuanto a la ganadería, la trashumante vivió una etapa de relativa bonanza, aunque comenzó su declive a partir de los años 70 del siglo, debido a factores económicos —la elevación del precio de los pastos y de los salarios mientras el precio de la lana se mantuvo estable— y políticos —el recorte de los privilegios de la Mesta en beneficio de los agricultores, permitiendo la roturación de pastos, dehesas y cañadas—.

El campesinado constituía una categoría social muy heterogénea que englobaba grupos bastante diferenciadas entre sí, desde los labriegos acomodados que acumulaban tierras, comprándolas o arrendándolas, y que en muchas ocasiones recurrían al trabajo asalariado para realizar buena parte de las faenas agrícolas, hasta los pequeños campesinos que poseían modestas parcelas de tierra, en su mayoría arrendadas, que sólo les permitían subsistir y muchas veces tenían que ofrecerse como jornaleros. En el escalón más bajo se encontraban los campesinos sin tierras o jornaleros, que según el censo de 1797 constituían casi la mitad del campesinado —805.235 sobre un total de 1.824.353—, y que vivían de los trabajos agrícolas estacionales, que realizaban para los propietarios o para los señores, y de las tierras comunales, bienes de propios y baldíos de los pueblos, a las que podían llevar a pacer su ganado e incluso en ocasiones se parcelaban para obtener una mínima subsistencia —muchas veces estos jornaleros en tiempos de dificultades engrosaban las filas de los marginados—.74​ Buena parte del campesinado vivía en lugares de señorío y debía entregar una parte de la cosecha o un censo en metálico al señor como detentador del dominio eminente de la tierra. Algunos economistas denunciaron que estas cargas eran las que explicaban la miseria de los campesinos de ciertas zonas, como los del valle de río Jalón:

Porque casi todos los lugares que la componen [la vega del Jalón] son de señorío, donde los vecinos, a más de la crecida contribución que pagan, están agobiados con el intolerable peso de los treudos [censos en especie], que generalmente no bajan del octavo de los granos, sin contar otras vejaciones feudales y derechos prohibitivos con que los señores ejercitan la paciencia y chupan casi toda la sustancia del vecindario

La crítica situación de los jornaleros en Andalucía —que a finales del siglo XVIII constituían el 70% de la población campesina— también fue denunciada por algunos funcionarios ilustrados del gobierno como Pablo de Olavide:

Es gente que vive de sus brazos, sin aperos ni ganados, con gran infelicidad. Solamente trabajan cuando el administrador de los cortijos necesita brazos y ayuda. Van casi desnudos, viven por el pan y el gazpacho que les dan, duermen en el suelo, por lo que con las lluvias y el mal tiempo, muchos mueren de hambre y frío. Calculo que por el invierno entran a millares en Sevilla, pues la mitad del año son jornaleros y la otra mitad mendigos

Sin embargo, las políticas reformistas para mejorar la situación del campesinado pobre y de los jornaleros fueron prácticamente inexistentes. Como ha señalado el historiador Roberto Fernández, «en realidad, lo que parece que preocupó (y a menudo asustó) a los gobiernos reformistas fue la existencia de una masa de jornaleros y/o pequeños campesinos susceptible de convertirse en un foco de inestabilidad social y política, especialmente en épocas de dificultades. Posibilidad que los sucesos del Motín de Esquilache vinieron a reafirmar en 1766. En este contexto debe ser entendida la resolución sobre la libertad de salarios agrícolas adoptada en 1767 para que los organismos municipales, controlados por los poderosos, no fueran los que manipularan la tasa salarial de los jornaleros… Así también deben ser entendidas las sucesivas medidas aprobadas a partir de 1766 acerca de la preferencia de los jornaleros en el reparto de los lotes de propios y baldíos. Si bien al principio parecieron tener algún efecto en determinadas zonas, a partir de 1770 fueron los labradores de una o más yuntas los que paulatinamente se hicieron con las parcelas puestas a reparto… El fracaso de esta medida fue el principio de la paulatina toma de conciencia de muchos braceros andaluces».

Los gremios y las manufacturas

La preocupación por el fomento de la manufactura, de la «industria», fue una constante entre los gobiernos reformistas y entre los ilustrados, pero desde una óptica esencialmente mercantilista ya que el objetivo que se perseguía era evitar la salida de numerario al exterior mediante la fabricación dentro del país de los productos importados de fuera.55​ Por esta razón la política reformista se centró en las medidas proteccionistas de sectores básicos —reserva al hierro de Vascongadas de la exclusiva para ser llevado a América; preferencia por los navíos de fabricación española para navegar a América— y en el fomento de las Reales Fábricas, creadas con el patrocinio del Estado con el doble objetivo de sustituir las importaciones de manufacturas extranjeras y de aplicar conocimientos tecnológicos de los que el país era deficitario, ejemplo de todo ello entre otros, es la fundación en 1746 del Real Sitio de San Fernando, como manufactura textil, que implica la construcción de una fábrica de paños, una nueva población para sus operarios y la ordenación racional de su territorio circundante, conforme a las necesidades de la fábrica y la nueva población, que se pretendía «modelo» según los cánones ilustrados. Sin embargo, a finales de siglo la mayoría de estos establecimientos sólo se mantenían por razones de prestigio y no por criterios económicos ya que sus costes de producción eran muy elevados debido a que seguían trabajando con las técnicas tradicionales. Muchas de ellas sólo sobrevivían gracias a los subsidios de la Real Hacienda.

Según el historiador Roberto Fernández, «muchas de estas [reales] fábricas nacieron al calor de las necesidades estatales. Algunas lo fueron por imperativas militares. Tal es el caso de la construcción naval en los tres grandes arsenales (El Ferrol, Cádiz y Cartagena) o de las fábricas siderúrgicas de Liérganes y La Cavada dedicadas a proveer de material bélico a las fuerzas armadas. Otras surgieron pensando en obtener recursos para la hacienda pública. De este cariz fueron la fábrica de tabacos de Sevilla o la de naipes de Málaga y Madrid. En ocasiones se intentó hacer frente a la demanda de artículos de lujo generada por las clases adineradas sin tener que depender del extranjero. Así, aparecieron las instalaciones fabriles de tapices en Santa Bárbara, de cristales en San Ildefonso o de porcelanas en el Buen Retiro. Por último, también desde el Estado se pensó en cubrir las necesidades textiles de artículos de consumo popular instalando fábricas de lana (San Fernando de Henares, Brihuega, Guadalajara), de seda (Talavera de la Reina), de lencería (San Ildefonso y León) o de algodón (Ávila)».

Sin embargo, la mayor parte de la producción manufacturera era realizada por talleres artesanales agrupados en gremios que, aunque fueron objeto de crítica porque dificultaban la introducción de innovaciones tecnológicas que aumentaran la productividad, mantuvieron el monopolio de su sector de actividad en las ciudades —que constituían su limitado mercado—58​ y sus privilegios no fueron apenas alterados por los gobiernos reformistas, ya que su política en este campo se mantuvo entre los «entusiastas defensores» de los gremios, como Capmany o Francisco Romá y Rosell, y los «implacables detractores», como Jovellanos. Es decir optaron por mantener los gremios dadas sus ventajas en el mantenimiento del buen orden social y político, pero al mismo tiempo, siguiendo a los «acérrimos reformistas» como Campomanes y Cabarrús, intentaron acabar con su anquilosamiento para que su producción dejara de ser escasa, cara y de mala calidad y se abriera a las innovaciones tecnológicas. Así valoraba Campomanes en su famoso Discurso sobre el fomento de la industria popular la labor de los gremios:

En los gremios de artesanos hay poquísima enseñanza. Falta dibujo en los aprendices, escuela pública en cada oficio y premios a los que adelanten o mejoren la profesión. Todo es tradicionario y de poco primor en los oficios, por lo común. (…)
El fomento de las artes [oficios] es incompatible con la subsistencia imperfecta de gremios: ellas hacen estanco [impiden el libre acceso] de los oficios, y a título de ser únicas y privativas, no se toman la fatiga de esmerarse en las artes, porque saben bien, que el público los ha de buscar necesariamente, y no se para en discernir sus obras.

Los que tienen afición a tales oficios, no los pueden ejercitar privadamente sin sujetarse al gremio; y eso retrae a muchos, que en las casas trabajarían acaso mejor; y esta concurrencia abarataría la maniobra, y estimularía a su perfección

«En síntesis, [los ilustrados] presentaban dos tipos de objeciones [a los gremios]. Una se refería a la organización interna de los gremios. La principal era la falta de agilidad y movilidad de unas corporaciones que se habían ido fosilizando hasta encontrarse monopolizadas en sus cargos directivos por una minoría de maestros. La falta de fluidez y de ascenso socioprofesional eran evidentes para sus detractores. Otros inconvenientes se referían a las consecuencias que para la economía y el Estado tenían las vigentes agrupaciones artesanales. La existencia de privilegios y monopolios gremiales terminaba suponiendo un evidente atasco de la producción, así como un seguro perjuicio para unos consumidores cada vez más numerosos. Los gremios estaban ajenos al nuevo concepto triunfante de la moda y, además, eran un obstáculo para la libertad de fabricación… Frente a estas críticas se levantaron algunas voces de indudable talla como las de Francisco Romá y Rosell y, sobre todo, la de Antonio de Capmany. En esencia, el pensador catalán creía que si bien era cierto que los precios gremiales eran menos competitivos, no menos real era que las corporaciones habían sabido prevenir la decadencia de las artes y del futuro social de los trabajadores manuales. Las virtudes de la libertad de fabricación estaban por ver y sus primeros síntomas en Barcelona [donde ya funcionaban algunas fábricas mecanizadas] apuntaban hacia la proletarización y desintegración de la comunidad artesanal».

Sólo en Cataluña surgió una industria moderna en el sector algodonero. Burgueses emprendedores, que habían hecho fortuna en el sector del aguardiente o en el del tejido de indianas —en 1784 ya había 72 «fábricas» con más de doce telares cada una en el área Barcelona-Mataró—, comenzaron a importar hacia finales de siglo máquinas de hilar inglesas (jennys, water-frames y, más tarde, mules jennys) que dieron nacimiento a las primeras fábricaspropiamente dichas como la de Joan Vilaregut en Martorell, cerca de Barcelona, que hacia 1807 funcionaba con 18 máquinas inglesas movidas por fuerza hidráulica.

Como ha señalado Enrique Giménez, «el caso catalán era una excepción en una realidad manufacturera dominada a fines del Antiguo Régimen, por un mercado raquítico, con un escaso nivel de consumo; por una falta de alicientes a la inversión, que seguía estando atraída por la tierra; y por una general carencia de innovaciones tecnológicas».

Reglamento de Libre Comercio de 1778

Por decretos reales de 10 de enero y 14 de febrero de 1503 se creó la Real Casa de Contratación de Indias, fijando su sede en Sevilla, con el fin de fomentar y regular el comercio y la navegación con el Nuevo Mundo. Su denominación oficial era Casa y Audiencia de Indias y estableció un asiento que monopolizó toda la actividad mercantil entre España y América. Las políticas económicas monopólicas provocaron tensiones entre los distintos actores económicos del Imperio español.

El férreo dominio del comercio ultramarino gaditano se mantuvo como tal hasta 1680, cuando se estableció que los barcos procedentes de América pudieran despachar tanto en Cádiz como en Sevilla.

Dentro de la paulatina y lenta implementación de las reformas borbónicas, tendientes a aplicar políticas económicas de librecambio comercial, la Casa de la Contratación se trasladó oficialmente a Cádiz en 1717.

Un primer paso hacia la liberalización comercial fue el decreto de libre comercio de 1765 que autorizó el comercio interno entre 5 islas del Caribe: Cuba, Santo Domingo, Puerto Rico, Trinidad y Margarita, con nueve puertos de la metrópoli: Cádiz, Sevilla, Málaga, Alicante, Barcelona, Cartagena, Santander, La Coruña y Gijón, eliminándose también los derechos de palmeo.

En 1768, las nuevas normas reservadas al Caribe se hicieron extensivas también a Luisiana y, en 1770, a Yucatán y Campeche. A comienzos de 1778, se abrieron al comercio libre, Perú, Chile y el Río de la Plata; en España, Almería, Tortosa, Palma de Mallorca y Santa Cruz de Tenerife en Canarias.

El 12 de octubre de 1778 el rey Carlos III de España firmó el Reglamento de libre comercio, que bajo las directrices del ministro José de Gálvez redactaría Francisco de Saavedra, culminando el proceso de librecambio iniciado en 1765.

En su introducción expone las intenciones y finalidades de su dictado:

Como desde mi exaltación al Trono de España fue siempre el primer objeto de mis atenciones y cuidados la felicidad de mis amados Vasallos de estos Reinos y los de Indias, he ido dispensando a unos y otros, las muchas gracias y beneficios que deben perpetuarse en su memoria y reconocimiento. Y considerando Yo, que sólo un Comercio, libre y protegido entre Españoles Europeos, y Americanos, puede restablecer en mis Dominios la Agricultura, la Industria y la Población a su antiguo vigor…

El reglamento estaba compuesto por 55 artículos, amplió la libertad de comercio, habilitó a 13 los puertos metropolitanos: Sevilla, Cádiz, Málaga, Almería, Cartagena, Alicante, Tortosa, Barcelona, Santander, Gijón, La Coruña, Palma de Mallorca y Santa Cruz de Tenerife y a 24 puertos americanos: San Juan de Puerto Rico, Santo Domingo, Monte-Christi, Santiago de Cuba, Batabanó, La Habana, Isla de Margarita, Trinidad, Campeche, Golfo de Santo Tomás de Castilla, Omoa, Cartagena de Indias, Santa Marta, Río de la Hacha, Portobelo, Chagres, Tierra Firme, Montevideo, Buenos Aires, Valparaíso, La Concepción, Arica, Callao y Guayaquil.

Se excluyó a Venezuela hasta 1788, para proteger los intereses de la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas, que se disolvió en 1785 y a México, por el temor de que la prosperidad de este territorio provocara la despreocupación hacia otras zonas menos activas, lo que iba contra la idea rectora del proyecto. El 29 de febrero de 1789 se amplió el comercio libre a México. Se acompañaba con los aranceles que fijaban los precios oficiales de los productos y los impuestos a pagar. La liberalización fue sólo relativa y la expresión no se justificaba más que en comparación con los monopolios y las prohibiciones totales del período precedente. Apuntaba a desarrollar los intercambios entre España e Hispanoamérica pero dentro de un marco de protección y vigilancia.

Esta disposición fue continuada por el rey Carlos IV de España mediante el decreto de barcos neutrales de 1797, por el que se abrió el comercio americano a otros países de Europa. Uno de los objetivos del reglamento fue proteger a los súbditos peninsulares y americanos contra la creciente competencia extranjera, prohibiéndose el transporte de ciertos productos, cuando no eran nacionales y estableciéndose un sistema arancelario diferente para productos extranjeros y nacionales.

Entre 1778 y 1796, la nueva política provocó un inmediato y duradero ascenso de las importaciones americanas. Entre 1779 y 1782, el comercio aumentó un 50 % y entre 1782 y 1787, la progresión alcanzó una media anual del 389%, con picos que alcanzaron hasta el 600 %. Hubo también periodos menos favorables, influidos por la coyuntura internacional tras la independencia de Estados Unidos y, de manera más duradera, a partir de 1793.

En el periodo 1796 a 1808, la coyuntura internacional cambió radicalmente a raíz de algunos acontecimientos internacionales, como el Tratado de Basilea firmado entre España y Francia en 1795, la declaración de guerra de Inglaterra en 1796 o el bloqueo del puerto de Cádiz en 1797.

Una parte de la historiografía piensa que el Reglamento respondía a un programa previo, que tenía como objetivo el desarrollo económico del país. Otros por el contrario piensan que la disposición respondía únicamente al deseo de la Corona de aumentar los ingresos públicos.

La irrupción de estas nuevas políticas fue el hecho económico más significativo de la época y permitió la incorporación de los productos españoles a Europa. Valencia, Barcelona y Bilbao se convirtieron en grandes puertos comerciales. También se unió Madrid con la red de puertos, y se crearon fábricas reales que introdujeron la elaboración de manufacturas a gran escala. Uno de los efectos de este proceso fue la progresiva especialización productiva de las zonas de la península.

image.png

Deja un comentario